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Estremecedor relato de presunta víctima de Fabián Sanabria, exdecano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional: “Fui obligado a realizarle sexo oral sin ningún tipo de protección”

La víctima cuenta detalles realmente estremecedores sobre el presunto actuar de Fabián Sanabria, exdecano de facultad en la Universidad Nacional, habló de abuso sexual y otras prácticas que le crearon serios problemas psicólogicos.

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Relato de víctima de Fabián Sanabria
Foto Facebook Fabián Sanabria

Volcánicas publicó este lunes una nueva denuncia contra el Fabián Sanabria, exdecano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, en el relato, este hombre revela importantes detalles y coincidencias con otros casos que tienen al docente enfrentando un juicio por abuso sexual.

Es importante mencionar que la víctima prefirió mantener su identidad en secreto y que el relato tuvo revisión editorial, un texto realmente estremecedor que cuenta detalles minuciosos sobre lo que tuvo que vivir este hombre.

Este es el relato:

Comencé mis estudios de antropología en la Facultad de Ciencias Humanas (FCH) de la Universidad Nacional de Colombia – Sede Bogotá (UNAL) en el segundo semestre académico de 2008. En esa época, tenía recién cumplidos 17 años y acababa de mudarme desde Bucaramanga, donde había vivido y estudiado hasta entonces. Decidí inscribirme en la UNAL, una institución reconocida no solo por su prestigio sino también por su alta exigencia académica. Era conocido que pocos lograban superar el riguroso examen de admisión, y aquellos que aspiraban a ingresar debían presentarse en varias ocasiones. Para mi sorpresa, conseguí ser admitido en mi primer intento.

A pesar de la buena noticia, en aquel momento mi familia no disponía de los recursos para respaldar mi vida en la nueva ciudad. Sin embargo, mi madre decidió brindarme su apoyo incondicional, mientras que mi padre se opuso firmemente a mi independencia. Él era una figura autoritaria que a lo largo de mi educación empleó diversas formas de violencia, tanto psicológica como verbal y física, hacia mí y mi madre. Su comportamiento dejó una huella profunda en mi infancia. Siento que mi madre me respaldó para permitirme escapar de una situación angustiosa en la que ella misma se sentía atrapada.

Un aspecto significativo que influyó en mi decisión de dejar el hogar familiar es que durante mi adolescencia fui descubriendo que me sentía atraído hacia hombres. La cultura en el departamento de Santander es conocida por su machismo, y al observar las dolorosas situaciones de acoso y bullying que algunos compañeros de bachillerato experimentaron después de “salir del clóset”, me motivó a mantener en secreto mi orientación sexual y a considerar mudarme a un entorno más inclusivo. Frente a este panorama, el traslado a Bogotá parecía una opción ideal.

Al empezar el semestre en la UNAL, establecí rápidamente amistades en la facultad y en el departamento de antropología. Con mis compañeros de semestre compartíamos espacios académicos, actividades de activismo y momentos de esparcimiento. Dos de ellos eran aproximadamente de mi misma edad, mientras que los demás eran algo mayores. Siendo el más joven con 17 años, nuestra solidaridad se fortalecía debido a las dificultades económicas que muchos enfrentábamos. Esta solidaridad era aún más notable en el contexto de la comunidad LGBT+, ya que estudiantes mayores habían formado un colectivo activista llamado Grupo de Apoyo y Estudio de la Diversidad de la Sexualidad (GAEDS), en el que participaban varios miembros de la FCH.

Deseando llevar una vida auténtica, decidí “salir del clóset” y compartir mi diferencia con mis nuevos amigos desde el momento en que ingresé a la universidad. A excepción de algunas preguntas, fui ampliamente aceptado y comprendido, no solo por mis compañeros sino también por gran parte de los profesores. En líneas generales, la FCH era un entorno que promovía la diversidad sexual. Aunque tenía amigos que participaban en el GAEDS y otros colectivos LGBT+ de la FCH, debido a la cercanía opté por involucrarme más en el grupo activista de la Universidad Distrital. Fue allí donde conocí a una de las primeras personas de las que me enamoré y que se convirtió en mi pareja.

En aquel año (2008), la atmósfera en la FCH estaba agitada debido al nombramiento del decano FABIÁN SANABRIA, un profesor relativamente joven con 36 años, vinculado al departamento de sociología. La opinión estaba dividida: por un lado, los izquierdistas más radicales consideraban que era un “neoliberal que pretendía privatizar la facultad”, mientras que aquellos más alineados con el feminismo y el activismo LGBT+ veían el nombramiento como un gesto interesante por parte del rector Moisés Wasserman, al designar a una persona abiertamente homosexual al frente de la facultad. En contraste, Sanabria no contribuía significativamente al diálogo y a menudo realizaba gestos provocativos innecesarios que exacerbaban las divisiones.

Recuerdo que, poco después de su nombramiento, concedió una entrevista a la revista Jet Set, una publicación alejada de lo académico que celebra la vida social de una élite privilegiada. En esta entrevista, expresó que estaba siendo objeto de persecución y amenazas por parte de “estudiantes infiltrados”. En varias ocasiones afirmó públicamente que esto se debía a su orientación sexual y a las “ideas innovadoras” que traía de Francia. En mi opinión, esto parecía exagerado y algo paranoico, ya que la facultad estaba centrada en el humanismo y los estudios de género estaban en auge, por lo que raramente se percibía un ambiente de homofobia.

Este artículo, junto con sus frecuentes apariciones en canales de televisión privados, en los que presumía ser un experto en diversos y sorprendentes temas, generó la percepción en algunos estudiantes y profesores de que era superficial y frívolo. Es cierto que su forma de hablar resultaba molesta: estaba plagada innecesariamente de galicismos y expresiones en francés. Además, su vestimenta, que insinuaba cierto nivel de sofisticación y que incluía el uso de un foulard, abrigo y pipa, no contribuía a que se le viera como alguien cercano a los estudiantes, muchos de los cuales enfrentaban dificultades económicas.

A medida que pasaban los primeros tres semestres, llegaron a mis oídos varios rumores sobre el decano Sanabria y su relación con los estudiantes, especialmente con sus monitores académicos y miembros de su grupo de investigación, el Grupo de Estudios de las Subjetividades y Creencias Contemporáneas (GESCCO). Se decía que habían recibido favores por parte de Sanabria a cambio de involucramientos sexuales. Amigos míos dentro del activismo LGBT+, que también eran estudiantes de sociología, me comentaron sobre situaciones de acoso que ocurrieron en clase o a través de las redes sociales.

Los compañeros no solo desconfiaban de su discurso público, caracterizado por análisis sensacionalistas y poco rigurosos, sino que también se sentían disgustados por el hecho de que un profesor que formaba parte de la comunidad LGBT+ pudiera incurrir en comportamientos abusivos, oportunísticos y machistas similares a los de profesores heterosexuales. Me comentaron también que Sanabria usaba las reuniones del GESCCO como una tapadera para encubrir sus intenciones de acosar, y que prometía publicaciones a cambio de relaciones íntimas.

En abril de 2009, cuando aún era menor de edad, Sanabria me envió una solicitud de amistad en Facebook y un mensaje invitándome a un evento sobre Alicia Dussán. Decidí no responder, y encontré extraño que el decano, con quien nunca había interactuado antes y que no era mi profesor ni pertenecía a mi departamento, se comunicara de manera privada. Comenté esta situación con un amigo en una fiesta, quien señaló: “A mí esto no me sorprende en absoluto”.

Es relevante destacar que en la UNAL, este tipo de rumores sobre los profesores de género masculino eran comunes. Se comentaba que había docentes con los cuales era necesario tener ciertas interacciones para obtener buenas calificaciones o lograr publicaciones. También se decía que solo permitían el acceso a su grupo de investigación o a financiamientos a estudiantes que cumplían con ciertos criterios de belleza. Además, se hablaba de relaciones sentimentales entre profesores y estudiantes, incluso llegando a afirmar que había casos de embarazo durante las salidas de campo. En la actualidad, me doy cuenta de que estos comportamientos machistas estaban normalizados, formaban parte de la rutina.

La oportunidad de empleo surgió cuando alcancé la mayoría de edad en agosto de 2009, lo que me permitió considerar opciones para tener ingresos estables. Entre las posibilidades, estaba la idea de trabajar en un restaurante o en un bar nocturno, siguiendo el ejemplo de mis compañeros. Fue a principios del primer semestre de 2010 que encontré una oferta de trabajo en el decanato a través del correo institucional. La convocatoria era para el puesto de monitor académico y había dos plazas disponibles. Me llamó la atención que el perfil buscado coincidía con el mío: dominio del idioma francés, una remuneración atractiva para un estudiante de pregrado y haber cursado al menos cuatro semestres en ciencias humanas o artes. Con entusiasmo, envié mi currículum vitae y programé una cita para la entrevista.

Mi encuentro con Fabián Sanabria, la primera vez que lo vi en persona, ocurrió cuando fui a la entrevista. Se mostró más interesado en hablar de sí mismo que en conocerme, mencionando su educación, sus conexiones poderosas y sus viajes a París. Para mi sorpresa, se comunicó principalmente en francés y no mostró un gran interés en conocer mis antecedentes. Sin embargo, me llamó la atención un gesto que más tarde reconocí como un comportamiento que tendía a hacer cuando sentía atracción hacia un hombre: mandar pequeños besos con la boca.

Aunque me pareció inapropiado, decidí pasar por alto ese detalle debido a mis necesidades económicas y la perspectiva de empleo. Al salir de la entrevista, estaba convencido de que no sería elegido ya que carecía de experiencia académica y solo había completado tres semestres de antropología. Al encontrarme con amigos después de la entrevista, mencioné que había aplicado para el trabajo pero no tenía muchas esperanzas. Uno de mis amigos respondió riendo: “¡Vi la oferta y pensé en ti, eres la única persona con el perfil para el puesto!”. Reímos juntos para aliviar la tensión, pero este comentario me hizo considerar si la convocatoria había sido diseñada específicamente para mí. También recordé los comentarios que amigos del grupo activista LGBT+ habían hecho sobre Sanabria.

Más tarde, alrededor de las cuatro de la tarde, recibí una llamada de una de las secretarias del decanato informándome que había sido seleccionado para el trabajo. Me pidieron que pasara a la oficina de inmediato para confirmar con “el doctor” Sanabria. En la oficina del decanato, encontré a otro estudiante que también había sido seleccionado para el puesto de monitor académico, un compañero de sociología. Sin embargo, noté que este compañero no hablaba francés, lo cual me pareció extraño ya que el dominio del francés era un requisito explícito en la convocatoria. Recordé que la facultad tenía una carrera de filología francesa que seguramente habría tenido candidatos aptos para el trabajo.

A pesar de mis sospechas y los rumores que había escuchado, no podía prever que este trabajo, que parecía ser una oportunidad favorable, desencadenaría una serie de acosos y abusos sexuales por parte de Fabián Sanabria. Durante mi primer encuentro en su despacho, Sanabria, de manera exagerada, enumeró los temas y las fechas de sus próximas conferencias. Luego, me asignó la responsabilidad de coordinar y corregir los artículos de la próxima publicación del GESCCO. Me informó que tendría que asistir a una reunión en su casa el sábado siguiente.

La situación se volvió incómoda a medida que pasaba el tiempo y las secretarias se retiraban, dejándonos solos en el edificio Salmona, que estaba oscureciendo y solo contaba con pocos celadores. Sanabria me ofreció un trago, el cual rechacé alegando que estaba tomando antibióticos. Durante la conversación, comenzó a hacer preguntas sobre mi vida personal y educación, pero su interés iba más allá de lo académico, algo que pude percibir por su mirada y lenguaje corporal.

En un momento, hizo un comentario sobre una de las fotos en mi perfil de Facebook, diciendo que le gustaba mi expresión y que me veía “bello como un efebo”. Aclaro que no sentía ninguna atracción ni física ni intelectual hacia Fabián Sanabria. Mi interés estaba exclusivamente en el trabajo y en avanzar en mi carrera. Aunque me sentí incómodo, decidí no decir nada y opté por crear una historia falsa sobre mi vida para proteger mi privacidad. En retrospectiva, veo que estas falsedades fueron un mecanismo de defensa para dejar en claro que su interés no tendría éxito.

Ese día, Sanabria me invitó a cenar a un restaurante elegante en la calle 82, invitación que rechacé. Antes de salir, me pidió mi correo electrónico y número de teléfono, y confirmó que empezaría a trabajar el próximo lunes, el 22 de febrero. Mientras salía del edificio Rogelio Salmona, me encontré nuevamente con mis compañeros de antropología, a quienes les compartí la situación incómoda. Lamentablemente, en lugar de mostrar solidaridad, se burlaron de la situación, viendo el acoso del “decano posmoderno y marica” como algo gracioso. En ese momento, me di cuenta de que no podía contar con su apoyo ni empatía.

La oportunidad de coordinar el GESCCO también influyó en mi decisión de aceptar el trabajo, a pesar de mis intuiciones, ya que participar en esos grupos de investigación era esencial para mi carrera académica.

Siguiendo el acuerdo con Sanabria, asistí a su oficina el 22 de lunes para formalizar el contrato y ajustar mi horario laboral en función de mi calendario de clases. Me resultó inapropiado notar cómo él, en su posición como líder de la facultad, se refería a sus colegas utilizando términos despectivos como “godos”, “mamertos”, “anquilosados”, “lamentables”, “nulos” y “recalcitrantes”. A lo largo de esa semana, tuve la oportunidad de conocer al resto del equipo del decanato, el cual contrastaba con Sanabria al no replicar su comportamiento arrogante y hiriente hacia los demás. Parecían reaccionar con risas a sus actitudes y no respaldaban sus excentricidades; en cambio, mantenían una actitud más sensata.

Llamó mi atención la relación que Sanabria mantenía con dos de sus colegas, ambos hombres jóvenes y atractivos. Sanabria frecuentemente alardeaba sobre sus múltiples amantes y conquistas, haciendo énfasis en su “poder de seducción” y su “libertad sexual”. En menos de tres días, me comentó sobre sus relaciones íntimas con ellos y cómo los había contratado en el decanato por esa razón. Además, proporcionó descripciones muy estereotipadas sobre sus cuerpos y características sexuales, categorizando a uno como “afeminado” y al otro como “masculino”. De esta manera, su trato hacia uno era despectivo y dominante, mientras que hacia el otro era más condescendiente.

A pesar de que Sanabria presumía de ser un docente investigador, en realidad investigaba muy poco acerca de los numerosos temas sobre los que hablaba en entrevistas mediáticas, conferencias y clases. Aceptaba información sin mucha reflexión y luego me encargaba de investigar el tema y preparar discursos, resúmenes y presentaciones que él luego criticaba sin razón aparente. Leía en voz alta mientras él interrumpía con comentarios personales, reformulaba frases y solicitaba imágenes para sus presentaciones en conferencias.

En lo que respecta a las clases, mostraba cierta organización al asignar lecturas de autores conocidos para su discusión en grupo. Sin embargo, no dejaba de improvisar, introduciendo conceptos y autores anglosajones que nunca había estudiado. Es importante mencionar que Sanabria era habilidoso en su retórica y aprovechaba la falta de conocimiento de los demás, hablando con seguridad sobre temas que desconocía, lugares que nunca había visitado y personas que nunca había conocido. Su título de doctor lo convertía en una supuesta autoridad, pero un observador crítico y bien informado podía detectar fácilmente su estrategia.

Excusas académicas y comportamiento personal

Llegó el sábado 27 de febrero y asistí a la reunión del GESCCO, que se celebraría en el apartamento donde Sanabria vivía en el barrio Las Aguas. Al entrar, lo primero que llamaba la atención era la presencia de un gato agresivo que atacaba a los invitados, orinaba en varios lugares y saltaba de mueble en mueble de manera impredecible. Sanabria había personificado al gato, tratándolo como si tuviera opiniones y pensamientos profundos. También esperaba que los invitados lo trataran como a un ser humano, y se molestaba cuando alguien señalaba que seguía siendo un animal.

El apartamento de Sanabria no tenía citófono, así que cada vez que llegaba alguien, tenían que bajar los siete pisos en ascensor para abrir la puerta. Lo hice varias veces hasta que alguien me relevó de esa tarea. Sanabria aprovechó la ocasión para darme un recorrido exclusivo por su apartamento, mostrándome su sala y finalmente su habitación, donde destacó varias obras de arte, incluyendo un pequeño dibujo a carboncillo de un hombre semidesnudo atribuido a Luis Caballero, que estaba sobre su cama.

En su habitación, me llamaron la atención algunos elementos relacionados con la violencia, como un cuadro grande de pipas con el lienzo apuñalado y una colección de juguetes sexuales, incluyendo un “fleshlight”, anillos para el pene, una fusta, una paleta de madera, correas de cuero y una botella de aceite de oliva. Sanabria me mostró estos objetos con orgullo y mencionó que usaba el aceite como lubricante íntimo, comparándolo con el emperador romano Adriano en la novela “Mémoires d’Hadrien” de Marguerite Yourcenar. Cuando le pregunté acerca del lienzo apuñalado, él lo justificó como las “marcas del amor” dejadas por “gatos celosos”.

Cuando la mayoría de los miembros del GESCCO ya habían llegado, Sanabria aprovechó el momento para revelar el tema de su próximo libro, que tenía la intención de publicar bajo el sello de la FCH. Es relevante destacar que, debido a su posición como decano, tenía la autoridad para publicar cualquier contenido sin pasar por un proceso de evaluación editorial ni ser revisado por expertos en el campo; esto ya lo había demostrado en una publicación previa que realizó de manera caprichosa. El libro consistiría en una recopilación de artículos académicos que él mismo coordinaría, basados en “etnografías” de plataformas web como Facebook, LastFM, Google Earth o YouTube. Siendo yo un novato en ese momento, adopté una actitud de escucha y observación.

Mientras tanto, Sanabria me propuso contribuir a la publicación con un tema específico: la pornografía, centrándose especialmente en el sitio YouPorn.

Una artimaña

La tarde avanzaba y los asistentes empezaron a retirarse uno por uno. Le expresé a Sanabria mi deseo de marcharme, a lo que respondió en voz alta: “Quédate, necesito darte un discurso”. Traté de encontrar excusas para escapar de la situación, ya que no quería causar molestias. Había notado que Sanabria tenía un temperamento irritable y temía que rechazar abiertamente su petición pudiera poner en riesgo mi posición laboral. Sin embargo, su insistencia fue contundente; subrayó la importancia del discurso supuesto y finalmente decidí quedarme. Una vez quedamos solos, me invitó a tomar más alcohol, esta vez una bebida mucho más fuerte.

Durante nuestra conversación, mencionó la existencia de un antiguo colaborador del decanato y compartió una historia bastante sórdida. Durante un viaje, él y este colaborador habían sido alojados en la misma habitación de un hotel con una cama individual. Sanabria relató una situación de violación, describiendo que fue forzado en medio de la noche y que resultó en heridas y sangre. Para justificarse, culpó a su secretaria por no haber gestionado la reserva adecuadamente, como si fuera imposible que dos hombres compartieran una cama sin que se desencadenaran impulsos incontrolables.

Continuando en la misma línea, compartió detalles de un “viaje romántico” que había realizado a La Habana con otro colaborador. Me mostró fotos de este viaje en su iPhone, como si estuviera insinuando que debía unirme a él en futuros viajes. En las imágenes se notaba claramente la incomodidad del otro individuo. A medida que avanzaba en su relato, Sanabria empezó a tocarme las piernas, la cintura y las nalgas, e incluso intentó besarme en los labios. Recuerdo haber intentado esquivar sus avances, pero finalmente cedí debido a la sensación de no tener otra opción. Después de un breve silencio, me sorprendió al proponer que nos convirtiéramos en pareja. Sus palabras exactas fueron: “Antes era como un perro, pero ahora soy fiel como un gato y quiero tener un novio”.

Respondí de inmediato negándome, argumentando que ya estaba en una relación. Su respuesta fue: “Déjalo”. Nuevamente, rechacé la idea y él insistió con la pregunta. Le pedí tiempo para pensar, tratando de evadir la propuesta. En respuesta, afirmó en voz alta que “así no funcionaba” y que, si las cosas seguían así, él “no quería trabajar más conmigo”. Frente a esta amenaza y después de las historias perturbadoras que había compartido, me vi obligado a aceptar. Así comenzó una relación forzada y tortuosa que duró exactamente dos años.

El primer abuso

Desafortunadamente, ese día no terminó ahí. Sanabria me llevó a su habitación, cerró la puerta y me empujó con cierta fuerza sobre la cama, lanzándose sobre mí. Fue una experiencia desagradable; no solo sentí su peso y su boca flácida en mi cuello, sino también su erección presionando mi abdomen. Sin embargo, lo que más me impactó fue su fuerte olor corporal combinado con su mal aliento. Le expresé mi desagrado por su uso de la fuerza, a lo que respondió que era normal y se trataba de un juego, argumentando que él disfrutaba de prácticas sadomasoquistas y que yo solo necesitaba “ser disciplinado”.

Acto seguido, me habló sobre su preferencia por el “spanking”, un fetiche que implica golpear las nalgas con las manos o con objetos, y que según él, era su favorito entre las prácticas BDSM. Sin esperar mi consentimiento, me puso boca abajo en la cama y se apoyó sobre mí, presionando mi pecho con su antebrazo y sujetando mis rodillas con sus piernas. Luego, me bajó los pantalones y la ropa interior hasta la mitad de las piernas, y comenzó a golpearme. Posteriormente, él también se bajó los pantalones, dejando en claro su intención de penetrarme. Logré liberarme de su sujeción, me reincorporé y lo miré desafiante.

Su rostro desfigurado me aterraba. Consideré la idea de escapar en ese momento, pero me di cuenta de que necesitaría que me acompañara hasta la puerta, ya que no conocía bien la zona y era temprano en la madrugada. Además, no tenía dinero para un taxi. Luego de relatar mi situación médica, logré persuadirlo momentáneamente.

Lo que vino después fue una experiencia violenta en la que fui obligado a realizar sexo oral sin ningún tipo de protección. Después de que él terminó, fui al baño a limpiarme el rostro. Sentí una profunda ira. Regresé a la habitación y lo encontré durmiendo profundamente. Mi expresión debió ser evidente, ya que se despertó cuando cerré la puerta. Me acosté en la cama, mirando el techo, afectado por todo lo sucedido. Intentó consolarme tocándome y llegó al punto de preguntarme con cinismo si había sido abusado en mi infancia.

Permanecí despierto en una posición casi fetal, frente a él, sin nunca darle la espalda, pues temía que intentara penetrarme de nuevo. Permanecí vigilante hasta que finalmente salió el sol y argumentando que la señora mayor con la que vivía debía sentirse preocupada por mi prolongada ausencia, le dije que me abriera la puerta del apartamento y que me acompañara hasta abajo para salir. Él aceptó y me liberó; eran aproximadamente las 7 de la mañana. Al llegar a mi casa en Galerías fui al baño y tomé una larga ducha con agua caliente y estropajo.

Después de ese momento, me retiré a mi habitación y, una vez logré calmar mis pensamientos agitados, finalmente pude conciliar el sueño. Desperté alrededor del mediodía y me di cuenta de que Sanabria había intentado comunicarse conmigo en varias ocasiones y me había enviado un mensaje para invitarme a almorzar. A pesar de su enojo, opté por ignorar su invitación debido a mi molestia. No solo me sentía furioso con Sanabria por el incidente sexual que me había forzado a vivir, sino también conmigo mismo por haber permitido llegar a una situación tan humillante y abusiva. Aunque me resultaba difícil, decidí no compartir esta experiencia vergonzosa con mis amigos. En lugar de eso, llamé a mi pareja, ya que sentía una urgente necesidad de verlo. Nos encontramos y pasamos el resto del día juntos, apagando mi teléfono. Sin embargo, no tuve el valor de revelarle lo que había ocurrido.

Un vínculo coercitivo y violento

El día siguiente, que era lunes, volví a trabajar en el decanato. Al llegar alrededor de las diez, noté que Sanabria estaba visiblemente molesto por mi falta de respuesta a sus llamadas y mensajes. Le dije que mi teléfono se había quedado sin batería y cambié de tema, mencionando una de las conferencias que él debía dar en los próximos días. Aunque traté de desviar su enojo, mis palabras no fueron suficientes para calmarlo. Expresó su frustración, enfatizando que nuestra “relación” era seria y cuestionando la orden que me había dado de terminar mi relación con mi pareja.

En ese momento, me percaté de que si Sanabria descubría quién era mi pareja, lo cual podría suceder considerando su posición como decano, podría afectar seriamente la carrera académica de mi pareja, quien tenía planes de estudiar psicología en la UNAL. Con esta preocupación en mente, asentí a regañadientes y le prometí que abordaría la situación durante esa semana. Concretamos una cita para el miércoles por la tarde, donde le expliqué que estaba pasando por un momento complicado y que debía poner fin a nuestra relación. Omití mencionar la violación por vergüenza. Fue un momento doloroso y triste, tener que dejar a alguien a quien había querido, pero evité llorar frente a él. Al despedirse, me dijo: “Entiendo que es por tu futuro”. Este evento me afectó tanto que durante casi una década no pude dirigirle la palabra.

Sanabria era una persona invasiva, utilizando situaciones laborales para invadir mi vida privada, considerando que tenía derecho debido a lo que él creía que éramos en su “relación”. Organizaba encuentros en su hogar o en lugares elegantes bajo la excusa de discutir discursos o presentaciones, pero en su mayoría se trataba de monólogos egocéntricos en los que él se deleitaba. Además de esto, siempre hablaba de las personas que lo envidiaban y resentían por su supuesta “belleza y libertad”. Sus ambiciones llegaban a aspirar a ser rector de la UNAL, ministro de cultura, educación, senador o incluso embajador, pero solo logró ser director del ICAHN.

No tenía opción de rechazar sus “invitaciones”, ya que cada vez que lo hacía, reaccionaba con rabia, gritos y golpeando objetos como un niño frustrado. En ocasiones me amenazaba con dejar nuestra “relación”, lo cual sabía implicaba perder mi empleo. Aunque disfrutaba de las experiencias en lugares elegantes, detestaba el hecho de que estas “invitaciones” a menudo se extendieran por más de 24 horas, durante las cuales me veía obligado a acompañarlo en diversas actividades, desde compras de ropa hasta asistir a cine, teatro o exposiciones, y ocasionalmente incluso quedarme a dormir en su apartamento para ser víctima de su acoso sexual.

Me obsequiaba objetos y ropa similar a la suya, como si quisiera que me convirtiera en su versión duplicada. Esto resaltaba su necesidad de tener un control retorcido sobre mí, como si yo fuera su amante, hijo y copia al mismo tiempo. Incluso me asignó un apodo que despreciaba profundamente: Infantino, una combinación entre “infante” y “amorino”, como los querubines de la pintura barroca. Hice lo posible por mantener esta relación forzada en secreto, pero él no perdía oportunidad de exhibirme como un trofeo en eventos sociales, donde me presentaba a sus conocidos como si fuera su logro personal.

Consecuencias diarias

Esto se volvía inquietante, ya que, a través de estos actos, intentaba legitimar una relación que él había impuesto de manera violenta. Éramos empleador y empleado, además de tener una gran diferencia de edad. La situación llegó a ser tan indecente que eventualmente los compañeros de la FCH se enteraron de lo que ocurría, y aprovecharon su apodo humillante para ridiculizarme. La mayoría no buscó entender mi situación, sino que me juzgaron como un oportunista que buscaba ascender socialmente.

Mis amigos activistas LGBT+ y los de la UNAL tampoco demostraron interés en entender mi situación, prefirieron el silencio y el juicio implícito. Uno de ellos me abordó después de una clase y mencionó haberme visto con Sanabria en un evento. A partir de ese momento, me evitó durante casi dos meses, hasta que finalmente pude hablar con él. Le expliqué que no estaba en esa relación por elección propia, sino debido a presiones económicas. Aprendí a mantener la calma, a no cuestionar y a alimentar el ego de Sanabria para evitar situaciones más violentas que la agresión sexual que ya había sufrido.

Cuando me veía forzado a pasar la noche en su casa, dormía mirándolo, con ropa y en alerta, esperando a que él se durmiera para encontrar algo de paz. Afortunadamente, lo que más le importaba era su gato, que generalmente dormía a su lado. A pesar de esto, mis pesadillas persistieron. A medida que pasaba el tiempo, seguía enfrentándome a situaciones de abuso sexual, como realizarle sexo oral, masturbarlo mientras veía pornografía o “dejarme disciplinar” a través del spanking, que era lo que parecía excitarle más.

Sanabria se percataba de que no despertaba ningún deseo en mí. Ante situaciones de naturaleza sexual, recurría al alcohol para anestesiarme y así sobrellevarlas. Optaba por enfrentar esos momentos de abuso bajo los efectos del alcohol en lugar de estar plenamente consciente. Con el paso de los años, mis episodios de alcoholismo se intensificaron. A través de un proceso de psicoanálisis prolongado, pude determinar que estos momentos autodestructivos tenían su origen en esa violencia sufrida.

Sin embargo, estos actos abusivos no satisfacían los deseos sexuales de Sanabria, quien anhelaba dominarme y someterme a toda costa. En diversas ocasiones, sugería ir al centro comercial Terraza Pasteur, un lugar reconocido en el centro de Bogotá por la prostitución masculina, con la intención de buscar un encuentro sexual más “viril” que me sometiera y enseñara sumisión. Naturalmente, me negaba a participar en sus propuestas. Incluso, en una ocasión involucró a un tercero que afirmaba haber sido su alumno. Sin embargo, este encuentro fue interrumpido por los celos excesivos de Sanabria, lo que me generó un gran temor.

Un abuso decisivo tuvo lugar a pesar de mis esfuerzos por evitar la penetración. Fue en una ocasión en la que asistimos a una obra de teatro durante el Festival Iberoamericano de Teatro (FITB), llamada “The Coat” (El abrigo), en el Centro Cultural William Shakespeare, al norte de Bogotá. Ese día, sin pretenderlo, provoqué la furia de Sanabria al rozar las piernas de un joven que estaba sentado a mi derecha. Estos roces no pasaron de ser meros contactos, pero Sanabria se sintió humillado de manera desproporcionada y optó por no comentar nada hasta que nos alejamos lo suficiente del teatro.

Mientras caminábamos sin rumbo, buscando un vehículo, sus insultos empezaron a llover y me reprochaba por no ser un “verdadero novio”. La realidad era que mi relación con él estaba basada en amenazas y coerción. Llegamos a su casa pasada la medianoche, nos dirigimos a la cama y comenzamos a desvestirnos como si nos preparáramos para dormir. Sin embargo, en lugar de eso, Sanabria estalló en gritos, acusándome de no ser lo suficientemente “macho” por las evasivas que había dado para evitar encuentros sexuales. Luego, me dominó como lo había hecho en el primer acto de abuso sexual, pero esta vez me inmovilizó cortando mi respiración con su brazo izquierdo mientras con el derecho arrancaba con brutalidad mi ropa interior.

En ese instante, temí que me asfixiara, sintiendo cómo mis fuerzas flaqueaban. Sin energía para liberarme, me dejé llevar, desconectándome de la situación. Aunque intenté soltarme como lo había hecho antes, mi falta de aire me debilitó. Fui penetrado sin ningún respeto ni consideración. La sensación fue extremadamente dolorosa, como una pesadilla. Perdí completamente la capacidad de hablar y, ante el tormento, apenas lograba respirar; solo anhelaba que todo llegara a su fin.

No estoy seguro del tiempo que duró aquella experiencia dolorosa; mi mente se desconectó y no puedo recordar con precisión. Al día siguiente, el viernes 26 de marzo, intenté escapar como lo había hecho antes. Sin embargo, alrededor de las 9 de la mañana, dado que era un día laborable, tuve la lamentable coincidencia de encontrármelo cuando se preparaba para ir al decanato. Actuó como si nada hubiera pasado la noche anterior, poniendo agua a hervir para preparar té. Me invitó a desayunar con él, pero rechacé rotundamente alegando que tenía prisa por llegar a clase.

Después de insistir varias veces en que abriera la puerta rápidamente, pasó por su habitación y regresó con un billete de 50.000, que acepté para mantener mi coartada de llegar tarde. Tomé un taxi en la glorieta de la 19 con Tercera, y en el trayecto tuve tiempo para reflexionar sobre lo sucedido. Nunca antes había sentido tanta rabia en mi interior, una furia dirigida hacia Sanabria, quien me forzaba a estar en una relación distorsionada y desequilibrada. La violencia que había experimentado la noche anterior me dejó sin opciones. Traté de entender la situación y desde ese momento comencé a idear formas de alejarme sin poner en peligro mi futuro académico y personal.

La mayoría de los episodios de abuso ocurrían en su apartamento en Las Aguas. Sin embargo, con el tiempo, Sanabria se sintió con la libertad de llevar esa conducta abusiva incluso al lugar de trabajo, en la oficina de la Facultad de Ciencias Humanas (FCH), donde ambos laborábamos. Dado lo ambiguo de la línea entre lo laboral y lo personal, y debido al patrón de abuso ya establecido, las situaciones de acercamiento sexual seguían un patrón similar. Postergaba sus responsabilidades laborales y me hacía trabajar en sus escritos y presentaciones hasta altas horas de la noche, mientras él se distraía y buscaba “alivio”, obligándome a realizar actos sexuales.

Mi vínculo forzado con Sanabria se prolongó durante cerca de dos años, hasta febrero de 2012. Sin embargo, dos eventos particulares marcaron el fin de los abusos, al menos en lo que respecta al aspecto sexual. Desde julio de 2010, Sanabria dejó su puesto como decano para disfrutar de un año sabático, justificado por la escritura de una novela autobiográfica. Esto significó que nuestra relación laboral y mi dependencia económica se redujeron considerablemente.

El segundo evento ocurrió en septiembre de 2010, cuando Sanabria enfrentó una grave crisis de neumonía que lo llevó a estar hospitalizado en cuidados intensivos durante dos semanas. Lo cuidé durante todo ese tiempo, acompañándolo desde su traslado a urgencias en UNISALUD, pasando por su estadía en la Clínica Nueva, hasta su recuperación y retorno a la vida cotidiana. Lo ayudé porque no tenía familia cercana y no quería cargar con la responsabilidad de una posible complicación o incluso su fallecimiento.

Durante el resto de nuestra relación, asumí un papel más superficial, presentándonos socialmente como pareja en eventos y apoyándolo en sus ambiciones de poder y prestigio. Intenté liberarme en varias ocasiones, incluso enfrentándome a él en momentos de violencia física y psicológica. Tras sufrir la neumonía, Sanabria quedó visiblemente debilitado, pero aún mantenía su control y manipulación sobre mí. En términos sexuales, dejó de forzarme y centró su atención en otras personas, a las que prefiero no mencionar para respetar su privacidad.

En diciembre de 2011, Sanabria fue nombrado director del ICANH, lo que alimentó su ego y me dio la libertad y el tiempo para planear mi salida definitiva. El quiebre ocurrió en febrero de 2012, mientras Sanabria estaba de viaje en un parque arqueológico. Recolecté todas las pertenencias que me había dado, incluyendo un portátil propiedad de la UNAL, y las oculté en un cajón de su apartamento en Las Aguas. Anticipé que trataría de retenerme mediante estos “beneficios materiales”. Cuando descubrió lo que había hecho, se enfureció, pero mantuve mi posición y así terminó esa tortuosa relación.

Sin embargo, al culminar mi carrera entre 2012 y 2013, atravesé varios episodios de depresión. Estos episodios estaban relacionados con la constante falta de empleo y las dificultades amorosas en relaciones posteriores. Durante este periodo, Sanabria encontró la oportunidad de involucrarme en sus tácticas manipuladoras y en su esfera de control, empleando una forma de dominación psicológica que combina lo antiguo con lo contemporáneo. Tras mi graduación, continué colaborando con él en el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), siguiendo una dinámica similar a la que habíamos tenido durante mi tiempo en el decanato. Inicialmente, esta colaboración fue informal en 2013, cuando le brindé apoyo en la gestión de una exposición excesivamente llamada “El retorno de los ídolos”. Posteriormente, entre 2014 y 2015, trabajé como contratista para él.

Resulta desconcertante comprender cómo una persona con evidente falta de rigor académico logró alcanzar una posición de liderazgo en un instituto de tanta importancia para la antropología en Colombia. Mi impresión es que esta situación fue influenciada más por motivos políticos que por su capacidad. Era evidente que mis colegas investigadores en el ICANH no lo consideraban como alguien confiable o serio, ya que su conocimiento de los temas relevantes para el instituto era superficial y su estilo era más improvisado que efectivo. Como resultado, sus decisiones carecían de consenso y se encontraba aislado en muchas de ellas. Parecía que trató de compensar esta situación afirmando su “liderazgo” a través de la inclusión de colaboradores “leales”, cuya función principal era aplaudirlo y defenderlo en lugar de desafiarlo.

Durante ese periodo, Sanabria continuó propagando la idea de que mantenía una relación cercana conmigo, lo que me obligó a aclarar mi situación sentimental con personas cercanas a mí. A pesar de mis esfuerzos por utilizar mis relaciones sentimentales como una barrera contra la influencia de Sanabria, no siempre tuve éxito. En varias ocasiones, me vi obligado a acompañarlo en eventos o conciertos, donde asentía en silencio ante sus incoherencias verbales. Sanabria dejó su cargo en el ICANH en 2015 para perseguir el cargo de rector en la Universidad Nacional de Colombia (UNAL). Durante este proceso, lo apoyé en su campaña tanto en Bogotá como en Medellín. Afortunadamente, no fue seleccionado como rector y esa fue la última vez que colaboré con él.

La relación que se construyó en torno a mí y a Sanabria, junto con su reputación de falta de ética, representó un obstáculo significativo para encontrar empleo independiente del ámbito político y social que él controlaba. Como resultado, en 2016, decidí dejar tanto el ICANH como Bogotá para enfocarme en continuar mis estudios superiores en Francia y liberarme así de la carga psicológica que representaba estar cerca de Sanabria. Recuerdo que su reacción ante mi partida fue negativa y se mostró en contra de mi decisión.

Aunque corté todo contacto con él, eventualmente volvió a buscarme de manera insistente. Por conveniencia, decidí mantener una relación cordial pero distante con él. En 2017, tuve un encuentro con Sanabria en París, durante el Año Colombia-Francia. En este encuentro, intentó ejercer su influencia sobre mí mediante manipulaciones y promesas laborales. Sin embargo, nuestra discusión fue intensa y no logró su cometido. A partir de ese momento, nuestra relación se mantuvo en términos amigables pero distantes. A pesar de su ambición de convertirse en rector de la UNAL, no tuvo éxito en su segundo intento en 2018.

Mi último encuentro con Sanabria fue en 2019, durante el verano. Mantuvimos una conversación cordial durante un almuerzo, en el que demostró un marcado interés en Manuel Castells, posiblemente debido a su aspiración de convertirse en ministro de educación. Era evidente que para él, todo giraba en torno al poder y la obsesión. Más tarde, seguimos manteniendo un contacto ocasional a través de WhatsApp y correos electrónicos hasta julio de 2020, cuando fue denunciado oficialmente por el colectivo “Las que luchan”. En ese momento, reaccionó con enojo y argumentó que había una conspiración en su contra por parte de feministas en la UNAL. Intentó involucrarme en su búsqueda por identificar a la persona detrás de la denuncia anónima, utilizando estrategias manipuladoras. Dado que estaba ocupado con proyectos académicos, mi respuesta fue superficial, lo que nuevamente provocó su ira.

En ese tiempo, no anticipé que las denuncias presentadas por “Las que luchan” tendrían un impacto tan significativo. Aunque se conocían rumores sobre varios docentes denunciados, las consecuencias nunca habían sido notables. Algunos incluso habían alcanzado altos cargos de liderazgo a pesar de sus historiales de denuncias, sin que esto cuestionara su autoridad moral o su capacidad para dañar a otros. Sin embargo, el escándalo mediático en torno a las denuncias impulsó al Estado y, en consecuencia, a la UNAL, a tomar medidas. Recuerdo una entrevista a Florence Thomas en la que ella señalaba que, aunque estos comportamientos eran conocidos en la Facultad de Ciencias Humanas, las ideas feministas habían evolucionado lo suficiente como para no permitir su normalización.

Al principio, seguí de cerca el proceso de la denuncia de Steeven López, uno de los pocos que había tenido el valor de denunciar abiertamente a Sanabria. Me sorprendió la forma en que varios medios trataron el tema de manera sensacionalista, revictimizando a López y utilizando imaginarios homofóbicos para atraer la atención del público. Sentí que esto faltaba al respeto a las víctimas y carecía de sensibilidad de género, además de no aplicar el enfoque psicológico necesario para comprender estas formas complejas de violencia.

Aunque Sanabria estaba al otro lado del Atlántico, decidí enfocarme inicialmente en mi bienestar psicológico y en considerar si era apropiado denunciar una década después. A lo largo de 2021, reuní la información necesaria para nombrar de manera precisa lo que había experimentado y decidí que era momento de actuar contra el abuso complejo y prolongado que viví con el exdecano Sanabria. A medida que me involucraba más en este proceso, también desarrollé una mayor sensibilidad hacia otras víctimas de violencia sexual y reconocí la importancia de denunciar, tal como lo demostró el movimiento #MeToo.

La decisión de presentar una denuncia se desencadenó en julio de 2022, cuando recibí una llamada de advertencia de un amigo antropólogo cercano al Ministerio de Relaciones Exteriores. Este amigo estaba al tanto de mi relación complicada con Sanabria y me informó que el gobierno estaba considerando a Sanabria como posible embajador en Francia, como reconocimiento por el apoyo que le brindó al presidente electo. La llamada también incluía una advertencia sobre su reacción agresiva y amenazante hacia mí. Ante la posibilidad de su presencia en Francia, decidí compartir brevemente mi experiencia de violación en mis redes de amistades y apoyo para prevenir su nombramiento. No estoy seguro si mis acciones tuvieron un impacto directo, pero en mayo del siguiente año, el abogado Alfonso Prada fue nombrado embajador en Francia en lugar de Sanabria.

Hoy, tengo la valentía de denunciar al igual que lo hizo Steeven López. Aunque mi experiencia fue personal, considero que compartir mi testimonio es una responsabilidad ética de carácter colectivo. Cuando callamos ante las injusticias, aunque sea para protegernos a nosotros mismos, nos convertimos en cómplices de esas injusticias y permitimos que continúen. A veces, es tentador evitar enfrentar nuestras vulnerabilidades para evitar el conflicto, pero esta evasión solo oculta el problema en lugar de resolverlo. Con el tiempo, el subconsciente cobra su precio.

Creo que algunos hombres hemos tenido el valor de denunciar gracias al arduo trabajo de mujeres feministas que han luchado durante décadas. Ellas han creado las herramientas y espacios necesarios para reclamar justicia y sanación a nivel individual y societal. En esta ocasión, en la que mi voz está siendo escuchada, quiero expresar mi agradecimiento a ellas. Desde mis maestras y colegas antropólogas y sociólogas, hasta mis amigas psicólogas y psicoanalistas, pasando por abogadas, periodistas, artistas y activistas. A todas ellas, les doy las gracias y reitero mi compromiso con la lucha.

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